Sobre la reciente muerte de Carlos Calderón Fajardo.
Hemos asistido, escrupulosamente, esta
última semana, a una ceremonia atroz, esto es, al ritual al que
acostumbramos someter a nuestros escritores después de muertos. Descrito
con lucidez como con dolor por Vargas Llosa en su texto “Sebastián
Salazar Bondy y la vocación del escritor en el Perú”, este ritual sigue
convirtiéndonos en bárbaros incapaces de comprender las funestas
consecuencias de nuestra apatía e indiferencia.
En ese bello como indignado texto,
nuestro Premio Nobel se refiere, (apelando al feroz comportamiento de
los héroes de caballerías con respecto a sus enemigos a quienes
perseguían hasta matar y luego de muertos cantaban sus méritos), a una
práctica que seguimos cultivando hoy con perverso esmero con nuestros
escritores. En efecto, nosotros, como aquellos caballeros andantes,
combatimos y humillamos a nuestros escritores mientras están vivos
utilizando todas las armas posibles. Luego, cuando hemos conseguido
matarlos, ya sea de hambre o con el hielo de la indiferencia (como en el
caso de Carlos Calderón Fajardo 1946-2015) buscamos rehabilitarlos,
llorándolos (como ahora por las redes sociales y los medios de
comunicación tradicionales) y rindiéndoles homenajes póstumos.
Ya lo dijo José Donayre en un post
escrito con rabia e indignación: “Carlos Calderón empezó a morir a
mediados de 2014, la noche que presentó Doctor Sangre. En el auditorio había cuatro gatos. Si al menos una pequeña fracción de los que lloran su muerte por Facebook
hubiese ido a la presentación esa noche, tendríamos el recuerdo de una
sala repleta, que celebraba un nuevo libro. Pero, lamentablemente, no
fue así. Imagino lo que sintió al comprobar una vez más la indiferencia
de sus hinchas. Por eso anunció su retiro literario. Algunos dicen que
presentía lo que iba a ocurrir… y sí, debe de ser cierto porque él tenía
el don de ver lo que muy pocos advertían, como queda claro al leer sus
libros, en los que la muerte es un abismo que atrae a sus personajes”.
Yo podría ser más enfático aún: Carlos
Calderón empezó a morir el día en que eligió ser escritor en el Perú.
Por ello, abrazar la vocación literaria fue, en su caso, una permanente
lucha contra la muerte de la que, finalmente, no salió bien librado. Me
pregunto: ¿De qué sirve todo el esfuerzo de las editoriales
independientes para sacar un libro adelante? ¿Qué sentido tiene su lucha
(loable por cierto) cuando un escritor de la calidad de Carlos Calderón
decide morir literariamente para, después de ocho meses, morir de
verdad? ¿Qué maldita argolla literaria racista y acomplejada priva a
escritores del talento de Calderón Fajardo de disfrutar del merecido
reconocimiento a su obra? ¿Qué clase de público lector tenemos si un
escritor decide morir después de constatar que su obra le interesa poco a
los que consideraba sus amigos, incapaces, como dice José Donayre, de
ir a la presentación de su libro para poder celebrar el esfuerzo de
escribir y publicar una nueva obra? ¿Qué ejemplo estamos dejando a todos
aquellos jóvenes que están arriesgándose a ser escritores con esta
muerte que nos escupe a la cara toda nuestra indiferencia?
Al margen de la calidad literaria y de
los gustos que podamos profesar, Carlos Calderón fue un escritor, es
decir, alguien que, en algún momento de su vida, decidió optar
profesionalmente por el camino más difícil en un país como el Perú,
camino en el que, pese a todo, se mantuvo fiel hasta el final de sus
días. El que haya decidido, en medio de ese charco de lodo que es la
indiferencia, retirarse de la escritura de libros de cuentos y novelas,
era ya un adelanto de su muerte, el anuncio de que no podía con tanto
desamor, tanto desagradecimiento después de haber apoyado a tanta gente
que, la noche de su presentación, brilló por su ausencia, esa misma
gente que se ufana de haber compartido una mesa con él, o de cosas
parecidas. ¿Dónde estaba?
Como Arguedas, esa noche, habría llegado a constatar que nada había valido la pena.
Así, pues, matamos a nuestros
escritores, así matamos su imaginación, su talento, sus ganas de vivir,
poco a poco, con una sádica lentitud que los va llevando del ilusionado
entusiasmo al cansancio, de la esperanza de ser reconocidos a la pérdida
de todo ánimo y razón para vivir.
La indiferencia con respecto a la obra de Carlos Calderón Fajardo es algo que tendremos que pagar algún día.
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