Antes de escribir estas lineas durante varios días dejé un papel en blanco sobre la mesa. Lo miraba en las mañanas cuando salía a mis obligaciones, y allí estaba: blanco, rectangular y vacío.
Cuando regresaba por las noches continuaba exactamente igual. Nada lo había alterado. Seguía en el mismo sitio: blanco, rectangular y vacío.
Transcurrieron algunos días y, finalmente, perdí las esperanzas y comprendí que nadie lo haría por mí. Tenía que escribir lo que estoy leyéndoles. Estas pocas palabras en las que he tratado con enorme dificultad de hablar sobre un tema que no domino y que me produce un gran pudor: me estoy refiriendo a mi trabajo de muchos años, a mi poesía.
Transcurrieron algunos días y, finalmente, perdí las esperanzas y comprendí que nadie lo haría por mí. Tenía que escribir lo que estoy leyéndoles. Estas pocas palabras en las que he tratado con enorme dificultad de hablar sobre un tema que no domino y que me produce un gran pudor: me estoy refiriendo a mi trabajo de muchos años, a mi poesía.
Encontrar una coherencia entre estos textos y las circunstancias en que han sido escritos sería lo indicado. Ejercitar lo que Roger Caillois llama "la imaginación justa". Es decir, poner los pies en algún lugar de la realidad y repetir en este pequeño testimonio lo que creo haber perseguido siempre con la escritura: no evadir la realidad sino explorarla, encontrarle un sentido, convivir con ella, asumirla.
Pero esto no fue todo, pues le debo a Sebastián Salazar Bondy algo más. Gracias a él conocí, por primera vez también, a escritores de carne y hueso; poetas y novelistas que caminaban por las calles de Lima. Los mayores, los mejores, que siempre había admirado y mirado de lejos con un respeto casi reverencial. Entre ellos, dos en particular: un novelista y un poeta. O, mejor dicho, dos poetas quienes nos revelaron cosas muy diferentes pero igualmente valiosas.
Esta vez he hablado en plural porque creo que esta experiencia fue común a toda mi generación.
Me estoy refiriendo a José María Arguedas y a Emilio Adolfo Westphalen, y a sus respectivas obras y personalidades. La poesía que escribo no sería la que es sin esas dos influencias que jamás se me impusieron de manera inmediata ni anecdótica, sino, más bien, en esa forma sutíl, misteriosa, velada y alusiva, con que suele trabajar en nuestro subconsciente la realidad: creando ecos, correspondencias y formas que la imaginación puede trabajar y devolver trasmutados, convertidos en escritura.
Siempre he pensado que el destino ha sido demasiado generoso conmigo, en lo que se refiere a mi vocación por la literatura, pues siempre la ha alimentado con extraordinarios encuentros y amistades. Existen, es verdad, un instinto y un azar "electivos". Sólo así puedo explicarme también por qué tuve la suerte de toparme durante aquel frío y oscuro invierno de un París de posguerra con una persona como Octavio Paz. Sin su ejemplo, jamás hubiera perseverado en mi empeño de escribir poesía, o tal vez hubiera pasado a su lado maltratándola, confundiéndola, traicionándola. Y en verdad no me estoy refiriendo en absoluto a los resultados, sino a la intención que se puede o debe tener frente a ella. Intención presentida ya en la actitud de Westphalen.
A través de Paz y del poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, comprendí y aprendí que la poesía es un trabajo de todos los días, y que no la elegimos sino que nos elige, que no nos pertenece sino que le pertenecemos, que no es otra cosa que la realidad y a la vez su únca y legítima puerta de escape.
En un ensayo, en el que se refiere precisamente a esa época, Octavio Paz ha contado cuál fue la experiencia de un grupo de personas, escritores y artistas en su mayoría latinoamericanos, que compartió con él aquellos tiempos poco felices que significaron los años inmediatamente posteriores a la última guerra. Habla de un túnel largo que se abrió ante nosotros, un túnel que exploramos juntos "como se explora un continente desierto, una enfermedad, una prisión".
Es verdad, como lo dice, que aprendimos no sólo a conocer nuestro túnel, sino reconocerlo y aceptarlo. Algunos usamos la poesía, y la continuamos usando todavía con ese propósito. Se trataba y se trata de darle nombre a todas las sombras, a todos los fantasmas de ese túnel; de domesticarlos con la palabra o con el canto, de confundirnos con ellos, de ser ellos, de asumirlos.
Para mí no fueron tan claras las cosas en un primer momento. Sumé mi pequeña voz a ese coro de los mejores. Los imité. Desentoné como se debe, seguí escribiendo.
Si es cierto que conocí al Breton de los libros y los manifiestos por obra de Westphalen, la amistad de Paz me permitió acercarme a él de otra manera y sentarme a su mesa en el café de la Place Blanche. Allí pude escucharlo a mis anchas y admirar la majestad leonina de sus gestos y de su mirada...
Lo que pasó después, lo demás, si no está escondido entre mis poemas, está entonces definitivamente perdido. Hablo de lo que hace la vida de cualquier persona, de cualquier mujer, como es mi caso. La casa, el amor, los niños, la lectura, la música, los viajes, la ciudad, y también el tedio, el dolor, la impotencia, la soledad y el silencio.
en EL DOMINICAL, Perú, 5 de agosto 2001
Antes de escribir estas líneas : Testimonio, por Blanca Varela
Manuel Núñez del Prado Dávila
Escritor peruano
MANUEL NÚÑEZ DEL PRADO DÁVILA - Wikio
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