Guillermo Niño de Guzmán
Han pasado veinte años de la muerte del escritor argentino Julio Cortázar, uno de los más talentosos renovadores de la literatura en nuestro idioma. Su obra, colmada de humor y fantasía, contribuyó decisivamente a ensanchar las fronteras del cuento y a insuflar espontaneidad y juego en las letras de hispanoamérica.
Uno de los privilegios de los amantes de la literatura es que, a la larga y a través de los libros, se llega a establecer una suerte de amistad con los autores. Y, como ocurre en la vida real con los amigos, hay escritores a los cuales uno se siente más ligado, así como existen otros que se frecuentan muy de cuando en cuando e incluso unos con los que se mantuvo una relación estrecha en el pasado pero que, por falta de afinidades, ya no pertenecen al círculo actual de nuestras amistades. En consecuencia, son pocos los autores con los que los lectores llegan a consolidar un vínculo duradero. En mi caso, sin ninguna vacilación, puedo afirmar que Julio Cortázar es lo más próximo a uno de esos amigos de siempre.
¿Cómo se logra esa complicidad entre autor y lector? No sé cómo explicarlo; lo único que sé con certeza es que allí reside la magia de la literatura: cuando usted, lector, descubre que la voz que emana del libro que lee se funde con la suya, de modo que ambas acaban siendo una sola, pues las percepciones e intuiciones del autor son, de alguna manera, inextricable y profunda, también las que abriga en su conciencia. En el caso de Cortázar, sentí esa complicidad desde que abrí las páginas de "Rayuela", cuando aún estaba en el colegio y pese a que no debía de entender muchas de las cosas a las que se refería el escritor argentino en su novela. De cualquier manera, fue una especie de deslumbramiento que no ha cesado y que me llevó a leer todos sus libros, incluso aquellos considerados inferiores por la crítica (como sus volúmenes de poemas, a los que José Miguel Oviedo juzga "conmovedoramente malos")...
Sin duda, Cortázar tenía un espíritu joven que se revelaba a través de su opción lúdica. Pienso que, más que otros narradores latinoamericanos, nos enseñó a no tenerle miedo a las palabras, a despojarlas de su solemnidad y a rescatar la posibilidad de jugar con ellas para ampliar su espectro significativo. Cuando configura sus "Historias de cronopios y de famas" (1962), trasciende el mero divertimento y nos arroja al otro lado del espejo. Bajo el juego aparente, en las vicisitudes de sus cronopios, famas y esperanzas, asoman los comportamientos humanos más complejos y absurdos...
Naturalmente es preciso juzgar "Rayuela" como una novela que escapa al género, que no pretende la redondez ni la contundencia de "La ciudad y los perros" o de "Cien años de soledad". Lo que la mantiene viva es la frescura e irreverencia de su prosa, su afán de provocación, su cuota de juego y de humor, su capacidad de improvisación (por algo el jazz es uno de los elementos claves de la obra cortazariana), sus ganas de subvertit al sistema literario y de comprometer al lector en la búsqueda de nuevos caminos expresivos para la novela...
Diario "El Comercio". El Dominical, 11 de enero del 2004
Manuel Núñez del Prado Dávila
Escritor peruano
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